miércoles, 27 de agosto de 2014

Mompiche

Para llegar a Mompiche hay que entrar 10 km desde la ruta principal que une la playas de la provincia de Esmeraldas con las de Manabí. Digamos que en principio el bus te deja en la parada de la entrada y arreglate como puedas.
Pero no es tan así: ahí "casualmente" hay unos taxis que te ofrecen entrarte al pueblo por un dólar por persona.
Y en el momento en que estamos por tomarnos uno, aparece otro bondi que sí entra al pueblo y que cobra 0,50 por persona, y obviamente nos subimos, y ahí se quedan gritándose cosas entre los taxistas y el chofer.
Vamos viajando junto a unos colombianos y unas francesas que tampoco saben dónde se van a quedar pero quieren acampar, así que les pasamos los piques que tenemos aunque les advertimos que son de unos años atrás.
Efectivamente las cosas reseñadas en las guías van cambiando rápidamente, y nos encontramos con ofertas de hospedaje totalmente diferentes a las que preveíamos.
Total nosotras nos quedamos en un cuartito para dos, por 5 dólares cada una, ubicado en medio de la calle principal (que de principal tiene básicamente solo que caben dos autos a la vez y por tanto es donde paran los buses o los camiones que abastecen al pueblo). Después nos enteramos que los colombianos encontraron un camping, a 4 dólares por persona, y festejamos nuestro hallazgo.
La cuestión es que con el clima lluvioso que nos venía persiguiendo desde Ambato, la playa no estaba muy motivadora. Recorrimos el pueblito en dos patadas y nos armamos el mate para disfrutar de la tranquilidad de la tarde.
Parece que en Mompiche en esta época los turistas vienen por el día, hacen algún tour y se van.
De pronto encontramos todo muy silencioso para ser fin de semana. Había música en alguna casa o hostel pero parecía más de cosa privada, y vimos un quinchito con luces y parlantes pero cuando nos acercamos no había nadie.
Nos tomamos un café en un lugar increible llamado Chocolatta, con un buen gusto para cada sencillo detalle que vale la pena recomendar.
Dimos vueltas buscando a los colombianos y francesas porque habían viajado con guitarra y eso daba una cierta garantía de reunión con música, pero no los hallamos. En cambio nos encontramos con dos ecuatorianos a los que y nos habíamos cruzado y que andaban en la misma: buscando algo para hacer y con cara de "no hay nada". Comentaron que ellos también habían oido hablar de este lugar como de lgo tranquilo-hippie, pero no encontraban la parte hippie. Los artesanos levantaron sus puestos temprano y se guardaron.
Uno de ellos comentó que tenían una guitarra y que podíamos armar un fogón sin fogón... parecía raro pero accedimos. Nos fuimos al lugar de los artesanos (exactamente en frente a nuestro "hotel"), donde había una escalerita y un farol: al menos podíamos sentarnos los cuatro y vernos las caras. Y el otro largó una frase que fue cobrando un sentido diferente con el correr de la noche: "¿Y si vienen todos?"
La cuestión es que uno de ellos era el que tocaba, los otros metíamos alguna letra si la sabíamos y hasta pintó alguna cosita a capella, cuando de pronto se arrimaron dos figuras, botellitas en mano y sonrisa en el rostro, a convidar y a escuchar. Después aparecieron algunos extranjeros curiosos que no parecían entender mucho ni siquiera de español,  y de pronto allí también estaban nuestros buscados colombianos con la otra guitarra y una armónica y ya dio para improvisar blues, rock y lo que se le pareciera. Apareció un grupo como de 20 personas, muy parecidos todos entre ellos y pidieron algo para bailar. Los músicos trataron de armar una cumbia y el armoniquero se metió en el grupo a decirles que si no sabían él les enseñaba a bailarlo, y aquello parecía una versión de "el flautista de hamelin", porque la barra iba haciendo una fila atrás de él y siguiéndolo en los pasos. Digamos que se armó trencito. Y ya después el músico volvió a tocar al lado de los guitarreros porque el trencito se cerró en círculo y ya no precisaba quién lo guiara, y después los integrantes mismos ya iban cantando canciones y coplas que todos parecían conocer, y el resto las repetíamos, siempre en ese círculo danzante y divertido, alimentado además espirituosamente por los muchachos que convidaban bebida a todo el mundo. Metida en la ronda me sentía parte de un ritual ancestral, algo que esta gente parecía contagiar a quien quisiera recibirlo.
En algún momento los participantes mayoritarios del circulo se cansaron y se despidieron no sin antes sacarse varias fotos "para el feis" contando que eran indígenas otavaleños y que tenían que levantarse temprano.
Mermados en número, pero no en alegría, los que quedamos decidimos hacer un fogón de verdad, ya en la arena, dos cuadras más allá y sumando a otros tocadores y cantantes de la vuelta.
Yo me la pasé conversando con "el Ernesto", un muchacho muy fanático de los uruguayos (mira todas las semanas "Tiranos temblad" sin haber pisado nunca nuestro suelo), pero también muy interesado en contar sobre la historia política de Ecuador, sus distintos vericuetos y la explicación personal de por qué era tan Correísta. Sus padres querían ponerle Ernesto Fidel, pero como en esa época no se podía, le pusieron de segundo nombre "Roberto", que era el seudónimo de un amigo de su padre de la guerrilla, y que fue fusilado.
Esa noche me terminó de caer la ficha de lo poco que sabemos de nuestros propios hermanos latinoamericanos.
Y el bichito de la curiosidad sigue picando, cada vez más.

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