lunes, 27 de enero de 2014

Alcantara

En la mitad de la estadía, un día decidimos ir a Alcantara con Sheila, una muchacha de Rio de Janeiro que suele aprovechar sus vacaciones -por más cortas que sean- viajando a diversos lugares.
Alcántara es una ciudad vecina a São Luis, pero para llegar por tierra hay que dar toda una vuelta que demora como 8 horas, así que lo común es cruzar de barco, lo que lleva más o menos una hora, y si el agua está calma, hasta es disfrutable. Hay una parte tranquila del viaje que es en agua de río y otra que se mueve bastante que es en la desembocadura del mismo en el océano.
En general esta ciudad -o pueblito, ya que los brasileros le llaman ciudad a cualquier aglomeración urbana sin importar el tamaño- es visitada por dos motivos: para conocer la parte histórica ya que es un poblado antiquísimo y con muchas construcciones interesantes, o si no para hacer un paseo ecológico que se basa en el avistamiento de guarás, un ave llamativamente rojo-anaranjado que contrasta mucho con el verde de la vegetación del "mangue", nombre del ecosistema pantanoso donde se lo encuentra.
Bueno, llegamos allá a eso de las 10 de la mañana y descubrimos con terror que el último barco volvía a las 14, por lo que no nos iba a dar tiempo para hacer las dos cosas. Los barcos mudan de horario todos los días. Literalmente. Y dependiendo de la marea, el cambio puede ser de media hora o de tres, como fue el caso. Así que mientras hacíamos el recorrido histórico con un guía turístico muy buena onda, íbamos pensando en un plan B. La única opción que vimos era quedarnos esa noche allá y aprovechar la tarde para cruzar en bote hasta una playa desde donde se podían ver los famosos guarás y además justamente hacer playa en en lugar que al menos de lejos se veía precioso.
Apenas nos decidimos y cambiamos el horario del catamarán para la mañana siguiente, el  cielo se empezó a nublar. En parte fue un alivio porque en Alcántara hace mucho calor y no hay casi sombra. Pero se empezó a poner cada vez más oscuro y, a las 4 de la tarde, cuando nuestro guía amigo nos fue a buscar a la posadita donde habíamos decidido quedarnos, le preguntamos si no la veía complicada para el paseo. Se rió de nuestra intención de hacer playa, pero, dijo que el avistamiento lo podríamos hacer igual. Que de todos modos quien sabría más era el barquero.
Caminamos y caminamos y caminamos hasta el muellecito del bote y empezaron a caer unas gotas. El barquero nos aseguró que era una lluvia pasajera, pero a mitad de camino, ya dentro del bote, estaba cayendo un diluvio universal que no paró en toda la noche.
De modo que, ya empapadas, y viendo como mucho tres guarás huyendo de la lluvia, decidimos igual seguir hasta la playa y darnos un buen chapuzón en el agua tibia de la que no daban ningunas ganas de salir. A todo esto también había levantado un viento bárbaro, lo que acentuaba el frío y la necesidad de correr.
Eso si, antes nos dimos unos buenos chapuzones en el barro, perdido por perdido...
Lo peor era pensar que no teníamos ropa seca para cambiarnos porque no habíamos planificado quedarnos.
La dueña de la posada nos prestó ropa suya para que pudiéramos secarnos e intentar secar nuestra ropa, lo que solo se dio realmente sobre nuestro propio cuerpo, al día siguiente, a las 8 de la mañana en el barco de vuelta.

Puede sonar loco, pero fue de los imprevistos más divertidos de mi vida.







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