domingo, 24 de noviembre de 2013

Chapada Diamantina, Bahía

Cuando era chica una vez leí en Revista PostData sobre Lençois, no sé quién lo escribió ni si era una columna habitual. A mi me quedó grabada en el recuerdo la foto de un sol atardeciendo o amaneciendo y las palabras del periodista embelezado con aquella aldea antigua, de calles de adoquines, un entorno de naturaleza sin igual y carteles que decían "cuide bem de Lençois".

Unos 15 o 20 años después me encuentro arribando a Lençois, en el interior del Estado de Bahia, siendo el poblado principal del Parque Nacional Chapada Diamantina (de cerca de 40.000 km2). Actualmente sigue estando tan limpia y conservada como describía el columnista, pero ahora desarrolló más su veta turística, de hecho lo único que se ve funcionando son posadas, restaurantes, casas de artesanías y servicios de guías de turismo, además de algún almacencito y las casas de los lugareños.

Se respira una calma curiosa, un silencio que se rompe solo con los gritos de los niños o los motores de las motocicletas, únicos vehículos que logran transitar a alta velocidad entre las callecitas estrechas y empinadas de adoquines. Sólo escucho música bajita que viene de dentro de las casas. Pregunto por música en vivo y me dicen que hay solo en un restaurante que hoy está cerrado. Pienso que de noche habrá más movimiento.
Vine a Chapada Diamantina a encontrarme con Manu y Cococo, dos hermanos uruguayos de mi barrio de infancia que también están viajando solos y se encontraron para hacer un trayecto juntos y me invitaron a sumarme en esta parte. Queremos hacer algo de música, uno de ellos toca percusión y el otro saxo y guitarra y andan con sus instrumentos.

La primera noche nos desencontramos: voy para un hostel en Lençois esperando señales de vida de los muchachos que no aparecen, como tampoco aparecen unos supuestos huéspedes de la UESP, y paso a ser la única pasajera del lugar, sin contar a la gran familia que vive allí y lo administra. No es muy barato, pero incluye un muy buen desayuno y está bien ubicado y con linda vista sobre la aldea. Después de haber dejado las mochilas salgo a recorrer el pueblo hasta que oscurece. Me llama la atención una construcción que parece un teatro antiguo al aire libre, pero que tiene un altar con virgen y cruz, y un hombre haciendo deporte dentro. Pero lo que más me llama la atención entre tanta casita de piedra es el perfume de flores. Un perfume dulce que envuelve todo el pueblo, no logro descubrir si es de una sola planta o la suma de varias, solo sé que es tan inolvidable como el aroma de los tilos florecidos del Prado de Montevideo.

De noche me encuentro con Suzy, una morena que resulta ser originaria de Curação pero hace años salió de su tierra y ahora se instaló en la Chapada buscando un lugar tranquilo fuera de la ciudad de Salvador donde vivió un buen tiempo. Trabaja haciendo masajes pero lo suyo es la danza, de hecho di con ella porque había visto en un sitio web que estaba organizando un festival de tango. Me comenta que aún no lo ha conseguido, que primero quiere formar un cuerpo de bailarines, y ella es profesora, pero le falta una pareja de baile que enseñe la parte de los hombres. Comemos un plato típico, Abará, y me comenta sobre qué paseos se pueden hacer sin pagar un guía, como una pequeña cascada a la que puedo acceder sola, y otro lugar que me ice que es muy lindo, al que se ofrece acompañarme apenas tenga tiempo.

Al día siguiente logro comunicarme con los muchachos y resulta que están en otro poblado, Vale do Capão (del que me han hablado muchísimo varios brasileros), y para llegar allá debo tomar un ómnibus después del mediodía. Hago mi paseo de mañana, aunque llovizna y me da un poco de miedo el resbalarme en las piedras así que no me adentro mucho. Saco algunas fotos pero no hay forma de registrar el aroma del monte que cruzo. Vuelvo, armo mochilas y parto para Palmeiras, pueblo desde donde se llega a Vale do Capão.
Llego al Vale en una Van que me deja en la puerta del camping donde me indicaron. Me dicen que los extranjeros no están pero que los puedo esperar. Mis amigos son rubios y aquí en Brasil todo el mundo los trata de "gringos".

Salgo a caminar y a conocer por mi cuenta mientras hago tiempo. Camino por una calle de tierra que parece no acabar nunca hasta que me canso. Cada vez que pasa un vehículo levanta mucho polvo y me da tos. Cuando pego la vuelta para recorrer la misma calle hacia el otro lado para un auto y me ofrece "carona". Agradezco pero quiero caminar y no perderme detalles de lo que veo. Estoy en un valle, con un paisaje de montañas hacia todos lados y una vegetación tupida e interesante. Veo algo colgado de un árbol que se parece a un panal de avispas pero no es, veo un par más, más pequeños y pienso en un fruto, parece como si fueran melones cruzados con erizos, que cuelgan como gotas de esos árboles. Después me entero que es una fruta comestible, la "jaca", y en esta zona crecen de forma silvestre. Para comerla hay que abrirla como un zapallo y la parte de adentro tiene como unos pelos amarillos que parecen espaguetis, para comer hay que tirar de ellos con una mano y cortar a cuchillo con otra, y esa pulpa es dulzona y bastante suave. Para sacarse el pegote del jugo hay que lavarse con aceite, porque al pasar las manos por agua, los rastros de la jaca se ponen más pegajosos como si uno hubiera trabajado con una cola vinílica fuerte o cemento de contacto blanco.

Sigo mi recorrido y doy a una calle empedrada y más poblada. Allí hay comercios y una placita, además de las posadas que ofrecen guías turísticos para hacer los paseos a los alrededores. Me siento en un banco en la placita y enfrente estaciona el mismo auto que se había ofrecido a llevarme hace un buen rato. El señor baja, me saluda, y se ríe de haber llegado después. Resulta ser un ingeniero que se vino desde Salvador hace un par de meses agobiado de la ciudad. Me dice que acá evidentemente no tiene trabajo de ingeniero, así que se dedica a trabajar la tierra. Vive en una especie de comunidad que tiene un centro cultural con biblioteca, gente que atiende con medicina alternativa, un grupo de música que también da clases de distintos instrumentos, salón para yoga, una posada y no sé qué más. Le prometo que vamos a ir a conocer el lugar un día de estos.Se ofrece a llevarme de vuelta al camping después de hacer unos mandados y acepto. Justo cuando está anocheciendo se larga a llover y me viene bárbaro volver en auto.

Me encuentro con el Manu en la cocina del camping, nos reconocemos por nuestras fotos de FB. Hablamos un rato y aparece el Cococo. Debe de hacer 10 años que no lo veo, mínimo, pero los dos hallamos que estamos iguales. Ellos se han hecho amigos de una suiza que está en un cuarto y entre los 4 definimos hacer la cena. Vamos a la villa, que viene a ser la parte comercial del valle, y después de comprar las cosas nos distraemos con un muchacho que tiene un saxo y que resulta ser argentino. Se arrima más gente, hay un uruguayo que vive hace años en Brasil y ahora está aquí, sobrevive haciendo changas de albañilería aunque en otros lados se dedicaba a la artesanía, pero dice que acá no se vende. Es oriundo de Nueva Helvecia y no ha perdido para nada su cantito al hablar en español. Menciona que también alquila camas en su casa, y nos sale más barato que el lugar donde estamos, por lo que decidimos ir para ahí al día siguiente. De paso alguien nos comenta de diferentes actividades culturales que habrá a la brevedad cerca de Salvador. Nos entusiasmamos con llegar a ellas, mientras pensamos en armar una banda que incluya al saxo.

Al día siguiente dejamos el camping-cuarto y nos vamos para lo de Ernesto, el uruguayo a dejar las cosas para salir a hacer un paseo largo y famoso por esos lares: la "Cachoeira da fumaça", el segundo salto de agua más alto después del Salto Angel en Venezuela. El nombre se debe a que el agua tiene que hacer un recorrido tan largo para llegar al suelo (unos 400 metros) que antes de llegar ya empieza a subir con el viento, entonces la ilusión óptica es de vapor o humo. Lo vemos desde arriba, prácticamente desde el borde de un precipicio, y se ve que estas paredes de piedra son formaciones geológicas muy antiguas, de esas que hay en pocos lugares del mundo. Un guía nos comenta luego que estamos a más de 1000 metros de altura. Claro que no partimos del nivel del mar para subir, pero puedo entender un poco más mi cansancio.
En Vale do Capão también hay un circo. Pero no uno itinerante, es un espacio grande con una estructura armada y una carpa enorme. Ahí habitualmente se dan clases de diferentes disciplinas de circo, sobre todo a niños. Estos días el espacio está siendo usado para un Encuentro de cultura sustentable o algo parecido, y hay gente que se anotó y asiste a charlas y talleres todos los días. De noche hay cierres culturales, y nos invitan a participar de "palco aberto", o sea un escenario donde se puede presentar cualquier número de hasta 15 minutos. Preparamos algunas canciones uruguayas y una brasilera y aprovechamos para tocar ahí. A la gente parece gustarle mucho, de hecho varios días después nos siguen felicitando por la calle. Quedamos enganchados con la idea de seguir haciendo lo mismo cuando lleguemos a Salvador.

Hacemos algunos paseos más, los que están dentro de nuestras posibilidades sin tener que pagar a un guía turístico que realmente nos resulta muy caro. Nos queda pendiente ir al Vale do Patí, lugar del que todo el mundo habla pero que parece que lleva un mínimo de 4 días para que valga la pena desde donde estamos (queda más cerca del pueblo Guiné), y que parece que realmente hay que ir con alguien que conozca porque es muy fácil perderse.

Cuando nos despedimos de la Chapada Diamantina acordamos que vamos a volver, así sea dentro de 5 años, y nos vamos a tomar el tiempo que el Vale y que nosotros precisemos.






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